Son fotos de la clemátide que crece en mi jardín. Es una especie silvestre que me traje del Pirineo, clematis vitalva. A finales de primavera y comienzos de verano, cuando se llena de pequeñas florecillas carnosas de color crema, está espectacular. No menos en otoño cuando aquellas se transforman en las pelusas que se aprecian en la foto de abajo. Es una única planta que cubre no sé la de metros de valla, y que amenaza con comerse el abeto de Navidad que tiene al lado. Abeto que, por otra parte, también viajó desde el Pirineo. Fue el árbol de las Navidades del 96 en Aínsa, comprado en un vivero de Barbastro. Aguantó bien en el tiesto y lo planté aquí en otoño del 97, y aquí sigue, enorme, sirviendo de soporte a muñecos y demás ornamentos de Navidad. Ya estoy pensando qué le colgaré este año.
Pero volviendo a la clemátide, hay momentos en que me arrepiento de haberla traído. Porque todas esas pelusas, claro está, no son más que semillas bien preparadas para poblar hasta los rincones más insospechados de mi jardín. Me paso la vida arrancando plantas por todas partes. Si abandonara dicha tarea por algún tiempo mi casa acabaría cubierta de zarzas y clemátides, y a no mucho tardar, como en esos pueblos abandonados que conocí en el Pirineo. Ahora mismo ando enzarzada, nunca mejor dicho, arrancando todas las que han crecido este año alrededor del abeto y de los rosales y podando la planta madre que todo se lo come, reduciéndola a su justa medida.
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