Esa imagen es justo lo que hay un poco más allá de mi jardín: encinas, mis vaquitas, y mis cerditos. Parece idílico visto desde la ciudad pero no lo es tanto. La vida en el campo es dura, aún gozando, como es mi caso, de todas las comodidades posibles, y de alguna más. No es que me queje, vivo aquí porque quiero, me gusta y no lo cambio por piso en la ciudad.
Se hace la vida al son que te marca el tiempo y la estación. Se duerme como un lirón porque no hay ruidos de ningún tipo, si acaso mis perros que ladran a alguna zorra que se cuela en el jardín. Nada de coches ni de borrachos cantando y tocando timbres. En verano me despierta la luz del amanecer que entra a raudales por mi ventana y en primavera, un herrerillo que tiene la costumbre, de buena mañana, de picotear el cristal. Pero es de noche cuando es más acusada la diferencia con la ciudad. En invierno, en cuanto se mete el sol, ya no sales de casa, así que a las siete de la tarde empieza una jornada laboral de varias horas de oficina. Sí, de oficina, porque en realidad los ganaderos somos medio oficinistas últimamente. Es el momento de poner orden en el montón de papeles. Y también de asomarme un poco al mundo a través del agujero negro de internet.
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